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En un pequeño compartimiento, Maísa daba clases para las cucarachitas, incluso hablando sobre los orígenes de las especies y el por qué, en la evolución, las cucarachas adquirieron la función actual (lo que Maísa definitivamente, estaba en contra). Y los niños siempre hacían caso a lo que Maísa les decían, porque nadie más les enseñaban, excepto ella, por eso confiaban en su palabra.

Maísa era una educadora de tiempo completo. No había cursado ninguna universidad, pero era una gran devoradora de libros. En el país en que ella vivía, estos profesores de sí mismos, los autodidactas, cuando eran pobres eran llamados curiosos y cuando eran ricos, polímatas. Todo cambia en un mundo donde el mayor valor es el capital financiero. Los humanos no respetaban a las cucarachas, pero Maísa y los niños sabían quién era ella.

Maísa sentía que no encajaba allí, porque todas las cucarachas tenían varios parientes, pero ella estaba sola, sólo tenía a los niños. La cucaracha anciana de aquella comunidad, Doña Marilze, dijo que Maísa llegó en la ooteca, envuelta en un fino papel de seda endulzado, que, ni bien Maísa nació, comió todo el papel, como si ya supiera lo que hacer. Y ella siempre fue diferente de las demás, nunca se juntó con las cucarachitas de su edad, estaba siempre con un bloquecito de papel anotando todo, principalmente sobre los hábitos de los humanos.

Maísa siempre sorprendió a todos sus amiguitos, que observaban atentos lo que ella hacía, (aunque la mayoría de las veces no entendían nada), la querían mucho aunque no la comprendían. Porque para que alguien sea comprendida por un grupo, el grupo tendría que tener como característica principal el respeto por las ideas ajenas, pero no se podía, pues para respetar las ideas de los otros, habrían que tener sus propias ideas.